sábado, 17 de enero de 2015

Alvite
























Siempre pertenecerá al mundo halógeno de la noche, a esa raza encanallada que desayuna a las seis de la tarde y confunde el sol con las incandescentes bombillas que iluminan el tapete quemado del billar. Él sabía que, en el fondo, había más literatura en la máscara funeraria de Dillinger que en las obras completas de Flaubert. La biblioteca siempre le debió parecer un lugar apropiado para colocar el polvo que sobraba en el dormitorio. Un espacio más adecuado para arqueólogos con mascarilla que para el aliento agrio de los vivos. Su columnismo nunca nació de esa erudición artificial que saquea los diccionarios para escribir un artículo que no dice nada. Su escritura proviene del material invertebrado que es la madrugada, un territorio donde solamente tienen buena imagen los muchachos con mala fama. Ahí comprendió que hay amores que cuestan lo mismo que un taxi a París y que una vida virtuosa resulta tan aséptica como un pasaporte sin sellos. Las horas perdidas en los bares sin horario le inocularon un filosófico escepticismo, una lejanía sentimental que a veces nos recuerda qué es la nostalgia. En esos tiempos aprendió a cargar las palabras con pólvora, a convertirlas en balas certeras. Por ese motivo, sus frases resuenan en nuestras acomodadas conciencias como el eco de un disparo inoportuno. «A los quince años el sexo me parecía pecado; a los cuarenta, me parecía un deber; ahora, sinceramente, me parece caro».

José Luis Alvite creció en esa posguerra de provincias que asoló España. Una época donde los niños merendaban saliva y el mejor alimento para la inteligencia era el hambre. En su acta de nacimiento reza 1949, pero él intuyó enseguida que las fechas biográficas sólo debían servir para humanizar el frío de las lápidas. A una edad temprana, un médico sin talento quiso arreglarle la nariz fracturada y, sin darse cuenta, le dejó en la cara el rostro de otro tipo. Su madre no protestó. Él tampoco levantó la voz contra ese otro chico que le miraba desde el espejo con sus mismos ojos. Se conformaron con sacar un par de fotos nuevas para el libro de familia y admitir a ese extraño como un hermanastro imprevisto.

De aquella experiencia heredó un par de lecciones: que la personalidad proviene de las geometrías de lo diferente y un rechazo frontal hacia la correcta belleza de los quirófanos, la higiénica uniformidad que los cirujanos inyectan hoy en día en los pómulos de las chicas. Su infancia pasó en una época rica en olores y sensaciones que ahora nos parecerían perjudiciales para la salud; en un tiempo en que los adolescentes arrastraban en la frente las huellas genéticas de los antepasados y cada mujer guardaba como un secreto el delicado encanto de sus diferencias. Su aparente pesimismo provenía de una mirada realista de la vida, de esa forma cinematográfica de contemplar la existencia con las penumbras y oscuridades de un salón de jazz. Y quizá, también, de la imposibilidad humana de alcanzar algún día la felicidad.
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Cuando Hollywood levantó sus estudios en L.A. , Humphrey Bogart perdió a un gran guionista. Las columnas de Alvite siempre han poseído la descarnada autenticidad del género policiaco, el mágico resplandor que envuelven a las películas en blanco y negro. Sus textos están impregnados con la luz bicolor de los filmes de los cincuenta y al leerlos da la impresión de que los estuviera masticando delante de ti el mismo Edward G. Robinson. «A veces la libertad consiste en pintar de azul el patio de la cárcel». Uno lo descubrió cuando sólo era un becario sin profesión en las páginas de «Diario 16». En aquellos artículos, Alvite descubría a sus lectores que el fracaso muchas veces consistía en triunfar y que todos los sueños pierden su encanto cuando empiezas a acariciarlos con la yema de los dedos. El maestro, incluso se atrevió, en una serie de «entrevistas imaginarias», a sentarse delante de Adolf Hitler para demostrarnos a todos lo mismo que pensaba Bertolt Brecht: que ese tío sólo era un matón de tercera.

Nunca coincidimos en persona, pero sí hablamos por teléfono, y siempre quedábamos en tomar unas copas que nunca han llegado. A estas alturas, ya no se cree demasiado en nada, y mucho menos en un Dios rodeado por una corte de querubines asexuados. Probablemente la tumba no es más que otro callejón sin salida. Pero si existe un lugar más allá de esto espero que no sea azul y que se parezca más a El Savoy, un sitio donde el barman no se vea obligado a cerrar por orden municipal y las pistolas no sean más peligrosas que la sonrisa de una mujer. Un rincón donde reencontrarnos con Ernie Loquasto, Chester Newman, Lorraine Webster y Sony «Sweet» Sullivan, aquel púgil noqueado al que tuvieron que hacer una cesárea en los ojos después de un combate para que pudiera llorar su derrota. Una barra donde, al fin, se puedan levantar las copas para brindar por algo.


Javier Ors

viernes, 2 de enero de 2015

Begin the Beguine





Begin the Beguine 
(Comienza el Beguine)

Compuesta por Cole Porter en 1934. El Beguine era un popular baile de aquella época parecido a una rumba lenta. El baile, originario de las islas Guadalupe y Martinica, se puso de moda en París, donde posiblemente lo conoció Cole Porter.







El primer músico que la grabó fue Xavier Cugat con su orquesta en 1935 y su popularidad quedó garantizada con la grabación que hizo de ella Artie Shaw con una orquestación en tiempo de swing en 1938.












En 1940, Begin the Beguine alcanzó aún mayor notoriedad al ser incluida en la banda sonora de la película Broadway Melody of 1940, que dirigió Norman Taurog con Fred Astaire y Eleanor Powell en los papeles principales.


















Y no podía faltar la versión de...