viernes, 3 de julio de 2015

Las apariencias




La mirada es una vida en suspenso, una continua interrogación invisible que se complace en la superficie de las cosas y quiere ir un poco más allá, más hondo, al otro lado, donde la luz y la oscuridad se entrelazan en su frontera de penumbra, donde el saber se mide por fracciones de segundo y fulgores de adivinación, donde lo que se sabía es desmentido, donde la certidumbre adquiere un matiz de sospecha y lo desconocido se vuelve instantáneamente familiar, dejá vu, asombro puro de un recuerdo imprevisto. La mirada es una vocación y una posible consecuencia de la vida al margen. En alas del deseo, los severos ángeles de Wim Wenders bajan del cielo inhóspito y plano de Berlín y se asoman primero a los acantilados de las torres más altas y a las cornisas de los rascacielos para mirar desde allí las vidas infinitesimales de los hombres, y luego, sin peligro ni vértigo, se arrojan a las calles y a los túneles de las autopistas y a los interiores banales de los apartamentos para mirar desde más cerca y sumergirse en el silencioso caudal donde se confunden las voces secretas de todas las conciencias y las miradas y rostros que sólo entregan su plenitud ensimismada a los espejos. Los ángeles de Wim Wenders tienen la misma mirada que las figuras de los cuadros. Pertenecen, como ellas, a un minuto inmutable de la eternidad, y nos están mirando desde allí, remotos en el tiempo y en una región de la naturaleza tan hermética como la que habitan los peces, pero también están muy cerca, separados de nosotros por una tenue superficie de lienzo o de cristal transparente. La ciudad, el mundo, la casa donde vivimos, es una galería de miradas, igual que esas estancias por donde caminamos mirando las figuras de Velázquez, un bosque de infatigables apariencias y símbolos, y es una vocación solitaria de conocimiento y viaje la que lo impulsa a uno a mirar sin descanso y a vivir atrapado en las miradas de otros, a inventar al que mira sabiendo con desasosiego que tal vez, al mismo tiempo, está siendo inventado por él.

Las alas del deseo no se despliegan sobre nuestros hombros, sino en nuestras pupilas, y nos empujan y alzan hacia esa ventana del quinto piso de un hotel donde el viento, al levantar los visillos, ha revelado un rostro que mira abstraído y atento los colores hirientes con que el último sol de la tarde de invierno mancha los tejados, y nos obligan luego a descender hasta la cristalera de una cafetería donde una mujer sola mira pensativamente una bebida intacta, y nos llevan más tarde, sin transición, sin respiro, a mirar una por una todas las caras que miran la calle desde el interior de un autobús, y también a caminar por esa misma calle y alzar los ojos distraídamente para contemplar durante unos segundos a los desconocidos que nos miran desde el otro lado del cristal, mujeres hermosas, mujeres despeinadas o tristes, hombres que usan sombrero o que se tapan la cara con las manos o que se introducen con paciencia y sigilo un dedo en la nariz.

Miro para saber, pero la mirada miente y las apariencias engañan, tal vez con más eficacia que la imaginación y el recuerdo, con más exactitud, pero sigo mirando porque no conozco otro remedio contra la mentira y también porque si acepto que he de ser engañado prefiero que me engañen los ojos, los sentidos que me alían al mundo, el oído, que me trae el rumor de la ciudad y las voces de los extraños, el olfato, que abre intangibles paraísos en el aire y restablece en la memoria habitaciones y cuerpos y hasta pasajes de libros, el gusto de un vino o de unos labios, el tacto de una seda, de una recóndita nuca, justo en el nacimiento del pelo... Uno cuenta lo que le han contado los sentidos, y hubo un tiempo en que no supo si únicamente miraba y percibía para contar luego y agregar su voz al caudal de las voces y su mirada al extraño ajedrez de las miradas que se cruzan, pero ahora va descubriendo que no es lícito limitarse a mirar y que tampoco es posible elegir la condición helada de testigo a menos que se haya elegido previamente la irrealidad y el infierno o ese cielo ártico y como iluminado por tubos fluorescentes del que huye el ángel de Wim Wenders cuando decide vivir la vida de los hombres, la bella y sucia y necesaria existencia real, la que alienta en una figura o en una casa abandonada de Edward Hopper igual que en la presencia de alguien que bebe a nuestro lado en un bar, la que hace únicos y veraces a los personajes de un libro y también a los seres que respiran el mismo aire que nosotros y a los que podemos desear y tocar.

Durante demasiado tiempo uno creyó que el arte, aunque se alimentara de la vida, era superior a ella, y miró cuadros y frecuentó canciones y libros como un adicto que exige al opio la felicidad y le agradece los sueños de sus ojos cerrados. Vivir era presenciar de lejos las vidas de otros y recluirse en pleno día en la quietud narcótica de una sala de cine y mirar la sombra de uno mismo que proyectaba la lámpara en su habitación y descubrir, cuando caía la noche, sombras iguales en las ventanas de la vecindad. Hizo de la claudicación una especie de heroísmo: algunas veces miró con la expresión turbia y obstinada con que Johnny Guitar solicitaba una mentira. Sólo ahora, tan tarde, uno va sabiendo que hay otra manera de mirar misterios evidentes y ocultos en el juego de las apariencias. Basta de espejos y de sombras, se dice, basta ya de melancolía y de literatura, de canciones escuchadas para sufrir más dulcemente y de libros escritos y leídos para inventarse una vida que no supo tener. Procurará mirar desde ahora las cosas con los ojos tan apasionadamente abiertos como un pintor de la verdad, como Edward Hopper o Velázquez, con la serenidad de Vermeer, con el espanto y la rabia, si es preciso, de Francis Bacon, con la inocencia de un recién llegado, con la temeridad de un espía que se juega la vida en su indagación. Intentará vivir para contarlo.



Antonio Muñoz Molina